domingo, 12 de abril de 2015

El desamparo de Amparo

Amparo, mujer visiblemente de clase alta, llegó al mostrador de recepción del centro no menos visiblemente beligerante, con pocas pulgas, como se dice. Su frente contraída, sus anteojos oscuros y sonrisa cero, revelaban claramente promesa de “acá se arma”.

Amparo pidió ver un médico ya mismo.  Un médico de demanda espontánea, como se les llama a los médicos que hacen especies de guardias ambulatorias acá, en la Argentina,  en la que, cuando un nene de clase media para arriba tiene fiebre, va una ambulancia con un médico, con un chofer y con un enfermero a meterle el termómetro en el culito y recomendarle paracetamol y vaporcito.

El débil fusible, es decir, el recepcionista, viéndoselas venir, eligió la mejor forma de decirle “Señora, hoy no hay médico de demanda espontánea” a lo que Amparo respondió como quien tiene treinta y tres de mano: “A mí me tiene que ver un médico porque me caí y estoy muy asustada”.

Los años de ejercicio  me han dado bastante experiencia en la doma de Amparitos; también el ver, leer y escuchar por las radios a todos nuestros politiquejos que lo único que hacen es ejercicio de dialéctica barata en lugar de dedicarse a construir políticas de Estado y  pontifican “Pegar primero para ceder después”. Especie de especulación vernácula, seguramente enseñada por el Padre de todas las batallas.

Decidí, adoptar la estrategia politiqueril rioplatense metiéndome en la conversación entre la desamparada Amparo y el desamparado recepcionista, chicaneando a Amparo:

-Señora, acá a nueve cuadras está el centro de la calle Paraguay, allí podrá ver a un médico de demanda espontánea (Demanda Espantosa como solemos decir quienes atendemos los caprichos de beligerantes pacientes que no pueden pasar un día sin la crema humectante de marca tan conocida devenida en artículo de primera necesidad).

Aclaro que yo estaba con el uniforme de General, es decir, guardapolvo impecablemente blanco, estetoscopio al cuello, tarjeta identificatoria y sello en el bolsillo. A un administrativo se lo maltrata de entrada, a un médico mucho más tarde.

Amparo, dispuesta a aceptar el convite de declaración formal de guerra entre los derechos de la población, las lesiones graves, la mala praxis, el abandono de paciente dijo:

-Yo estoy muy asustada, me acabo de caer, me golpeé la cabeza, no sé si perdí el conocimiento y necesito que me vean acá y ahora.

Como esos cowboys de los rodeos yanquis que montan un novillo que corcovea furiosamente, me calcé los guantes amarillos, me puse el sombrero, me ajusté el pañuelo al cuello, me puse las botas tejanas, respiré hondo (no me persigné porque no soy creyente pero mal no me habría venido) y decidí hacerme cargo de la situación. Y no digo “montar a Amparo” porque va a ser pésimamente descontextualizada mi frase y me tildarán de bestia, sexista y, por supuesto, nazi.

-Yo voy a ver a la señora, sentencié para tremendo alivio del recepcionista y no tanto de Amparo quien temía enfrentarse con un medicucho vengativo que odia a los pacientes y por lo tanto, ya me odiaba y se preparaba a pelear conmigo.

Primero, claro está, los primeros auxilios. Aunque ya me había dado cuenta de que Amparo no tenía lesión alguna, ni en la cabeza, ni en las rodillas, ni en ninguna parte excepto el alma,  vino el “desnúdese Amparo”.

Pero no el desnúdese convencional y semiológico del sáquese la ropa sino el desnúdese metafísico del “Contame tu vida Amparo, contame qué carajo te está pasando y no me vengas con que tenés miedo a morirte por el porrazo de morondanga de hace un rato”.

Resulta que Amparo (75) vivió 20 años en Madrid con su amado marido médico que decidió morirse hace un año. Resulta que Amparo dejó sus veinte años y sus amigos en Madrid para venir a radicarse acá, en el barrio del Hospital de Clínicas, viviendo sola y sin amigos. Resulta que Amparo tiene tres hijos que viven por el conurbano y no le dan bola, porque no tienen tiempo y dos o tres veces por semana le dejan los nietos de pocos años y muchos bríos. Resulta que Amparo acá no tiene amigas, ni nada ni nadie.

-Amparo, el golpe no es nada, no tengas miedo. Sana, sana culito de rana si no sana hoy sanará mañana.

Pero tu tragedia Amparo se llama duelo, soledad y desarraigo. Y tengo malas noticias, no "salen" en las tomografías. 

Esos son los problemas que “vemos”  los médicos de familia, que aparte de dedicarnos a riñones, corazones y presiones “vemos” (percibimos lo que miramos) gente. Estos son los problemas que la insensatez y el mercado medicalizaron y llenaron de tomografías, resonancias, estudios de equilibrio, biopsias, ecografías, juicios de mala praxis, abandonos de pacientes y la recontrayasaben...

Porque si a Amparo le sacuden análisis, tomografías, fondos de ojo y varios especialistas, luego de comerse una amansadora de ocho, diez, por qué no, doce horas en una central de emergencias, saldrá con la convicción de que “me vieron bien, me hicieron de todo, ésos son médicos”. Pero su duelo, su soledad, su desarraigo y su des-Amparo seguirán. Porque estos son problemas que los médicos tenemos que ver, tenemos que desnudar y no podemos solucionar pero sí, ayudar a que los desamparados los identifiquen y al menos medio camino habremos recorrido.

En el mundo hay cientos de millones de desamparados a los que los medios y el mercado les hicieron creer que las tomografías lo ven todo y nos alargan la vida. Gente que no sabe que su divorcio, su desempleo, su trabajo desagradable o un jefe hijo de puta que les cobra a sus empleados los problemas de su vida son la causa de su dolor de cabeza, de su cansancio, de su caída de cabello, de su estreñimiento y del no poder levantarse a la mañana cuando, encima,  “a una amiga que estaba cansada le descubrieron problemas de tiroides y quizás yo tenga lo mismo”.

Entonces, el “mercado” terminó confrotando a los beligerantes Amparos con los hiperdefensivos médicos, que saben que con una buena TAC (tomografía axial computarizada) se sacan a Amparo de encima y conjuran el juicio de mala praxis.

Terminamos la consulta abrazados con Amparo, ella moqueando, enjugando lágrimas con su pañuelito y agradeciéndome "haberla escuchado". Yo, encantado de mi profesión y mi especialidad.

Tus ojos (Amparo) y mis ojos se cerrarán y el mundo seguirá  andando…

Y enciendan ya la radio y les apuesto a que no pasan treinta minutos sin que escuchen algún consejo médico o descubrimiento de alguna nueva propiedad de los brotes de soja, el aceite de pescado o los métodos de diagnóstico recontraprecoz.

Mujer mendiga - 1861. Hugues Merle. Museé D'Orsay, París, Francia

sábado, 4 de abril de 2015

La hora de Oliverio

A Oliverio le duele la espalda, aparte de que se queja de  estar cansado. Todas las consultas terminan, luego de mis últimas palabras con la mirada de Oliverio esperando algo más, no creyendo que no pueda haber una solución.

Oliverio, como consecuencia de mi frustración y la de él, claro está, va a una traumatóloga.

Oliverio vuelve de la consulta con la traumatóloga a que yo le traduzca, le explique, le descifre, si vale la palabra, todas las cosas que en los pocos minutos de la consulta escribió la traumatóloga en cuatro recetarios diferentes:

En el primero: RPG x diez sesiones (diez sesiones de rehabilitación postural global).

En el segundo: Gimnasia médica x 10 sesiones.

En el tercero: FKT x 10 sesiones (diez sesiones de fisio-kinesio-terapia).

En el cuarto: natación, aquagym, yoga, tai-chi, pilates. Todos encerrados en una llave que termina apuntando “3 semanas”.

Varios colores (rojo, azul, violeta y verde imagino) van subiendo por mi cara a medida que veo los recetarios.

Oliverio hace varias consultas a las que desde hace un tiempo lo está acompañando su hija. Gente muy buena Oliverio y su hija; ambos incapaces de elevar siquiera la voz o quejarse airadamente. Entonces, los colores imaginados (rojo, azul, violeta y verde) que suben por mi cara, hacen de victimarios. Oliverio, y su hija ahora, son víctimas del “cada maestrito con su librito” como suele decir la gente ante las contradicciones que exhibimos y ante las que los exponemos los médicos.

La medicina prometió y promete de todo, hace creer diariamente por las radios, los diarios y la televisión que todo se puede prevenir.

¡Ah! Olvidé decirles que Oliverio tiene… 89 años. Sí, 89 años.

Los traumatólogos manejan muy bien el trauma y los problemas ortopédicos que son operables, quirúrgicos como decimos los médicos. Como las artrosis de cadera o de rodilla o las hernias de disco cuando se tienen que operar. Y al que le duele la espalda le hacen una radiografía, que en general no aporta nada, porque la semiología sirve en la mayoría de los casos para saber qué es lo que está pasando, y, casi invariablemente le indican 10 sesiones de fisio-kinesio-terapia.

Pero a la artrosis y a la vejez no las "cura" nadie. Nada hay para curarlas. No es cuestión de vitaminas, las inyecciones no son mejores que las pastillas, el cartílago de tiburón es una mentira, las propagandas de las radios son cazabobos de colegas inescrupulosos que solo pretenden robar algunas consultas y vender más espejitos de colores.

O, como en este caso, la colega, convencida de que lo que hace está bien y debe ser así, le sacude toda la batería de espejitos que hacen viajar a Oliverio por la India con el yoga, por la China con el tai chi y anfibiamente desde los pilates al aquagym.

La colega, irreflexivamente prescribe cosas que no sirven para nada, excepto para aumentar el riesgo de Oliverio que deberá pedir turnos y venir todos los días a que le pongan una plaquita caliente en la espalda o se la retuerzan orientalmente o lo sumerjan en una pileta llena de agua y de viejos esperanzados.

Oliverio deberá, en el mejor de los casos tomarse un taxi, bajar en calles con autos en doble fila, colectivos desbocados, ambulancias, taxis, motociclistas, baldosas flojas y soretes de perro. Luego de esperar una horita y diez minutos de la panacea salvadora de origen oriental, electromagnético o hídrico, deberá repetir el calvario para regresar a Villa Urquiza y volver a los cinco o seis días, así, hasta “completar el tratamiento”.

Todo, absolutamente todo, es una ridícula insensatez.

Insensatez que pretende unir el inconsciente deseo de eternidad por parte de los Oliverios y sus hijos y el “todolopodemos” de una medicina irreflexiva, berreta, mentirosa y de mala calidad.

No estoy diciendo ni proponiendo lo que proponen algunos: “acostúmbrese a convivir con el dolor”. El dolor es demasiado fiero para convivir con él. Pero hay métodos y métodos de encararlo.  Muchas veces, muchas… no podremos resolver su causa. Simplemente debemos tratarlo.

La vida no es eterna. Llega un momento, el momento de Oliverio, en que nada alcanza, todo es insuficiente. Es el momento en que nuestra furia intervencionista se debe mirar en el espejo de la sensatez y decir “hasta acá llegamos”. El momento en que, quienes lo entendemos así, solemos quedarnos sin paciente. Se cambiarán de médico porque “el doctor ya no es el de antes”, cuando en realidad, Oliverio ya no es el de antes. Pero es mucho más fácil mentir la esperanza que comunicar la realidad.

Dentro de pocos días, me cruzaré con Oliverio y sus hijas (ya serán dos las que lo acompañarán en sus excursiones salvadoras). Bajarán la mirada y no me saludarán, estarán en manos de un nuevo médico, brioso corcel que iniciará nuevos estudios, propondrá nuevos tratamientos y nuevas esperanzas.


La medicina es mucho, muchísimo más limitada que lo que la gente cree o lo que los médicos pretenden que parezca. La gente y los médicos suelen creer que el ser humano vive cada vez más por la medicina. No es así. La medicina contribuye muy poquito a mover la aguja de la longevidad y la mueve solo para los que tienen acceso a ella. Hace poco, dije esto en una mesa y un profesor de la facultad casi se levanta y se va de la indignación. Todavía debe estar pensando que soy un hereje y un burro. Sin embargo, es así profesor. La aguja de la longevidad se mueve por otras cosas, en el África subsahariana la gente vive treinta y cinco años porque no hay agua, ni alimentos y porque hay guerras. Después llega la educación, después, recién después, los antibióticos y los médicos. 

No reniego de la medicina, creo conocer sus límites y detesto sus exageraciones,  falacias y espejitos de colores.