He recibido recientemente información de que una prepaga de alcance nacional, así como otros aseguradores de salud, no reconocerán, no pagarán más por los servicios de teleconsulta.
Estoy convencido de que, catalizada su
utilización por la pandemia, la teleconsulta es un valiosísimo instrumento en
la creación de valor para sus destinatarios, los pacientes, así como para los
demás involucrados.
La creación de valor consiste en mejorar
los resultados que importan a los pacientes relacionando estos resultados con
los costos incurridos para lograrlos; el valor crece toda vez que los
resultados mejoran con los mismos o menores costos. También se puede aumentar el valor aumentando los costos, pero siempre a expensas de una justificada mejora en los resultados.
Los resultados implican un espectro de
indicadores que trascienden los beneficios clínicos. Los resultados de los que
hablamos cuando hablamos de valor abarcan un amplio espectro de indicadores que
va desde duros resultados clínicos
como mortalidad, tasa de complicaciones, infecciones, necesidad de re
intervenciones a resultados más "indirectos" como calidad de vida, funcionalidad,
sexualidad, aspectos estéticos u otros resultados que cuantifican la experiencia del paciente como su
travesía por el sistema ante una determinada condición, la cantidad de trámites
realizados, las demoras o el trato recibido. Al escribir entre comillas, resultados más "indirectos" estoy enfatizando una brecha importante hasta ahora entre los resultados médicos y los resultados que realmente importan a los pacientes. Por muchos años, los profesionales de la salud priorizamos resultados "duros" pero que adolecían de factores tremendamente importantes para sus receptores, los pacientes.
La teleconsulta es un recurso precioso
al punto de que toda vez que hago una consulta presencial me hago la pregunta:
¿Podría esta consulta haberse realizado en forma virtual sin alterar la calidad
de sus resultados? Toda vez que la respuesta es sí, entonces la presencialidad
destruyó valor. El paciente se tuvo que trasladar, tuvo que anunciarse en
mostradores de recepción, tuvo que ser atendido por personal administrativo,
tuvo que realizar un proceso de aceptación con fines de facturación, tuvo que
esperar una variable cantidad de minutos ocupando espacio físico, la sala de
espera, y luego, desandar el camino para regresar a su hogar o su trabajo.
Someto la presencialidad al “test de la
pertinencia”, si la virtualidad es pertinente y la presencialidad no agrega
nada: se destruyó valor.
No pocas veces, veo pacientes jóvenes a
quienes conozco y he visto en varias oportunidades teniendo registrados sus datos de
biografía, antecedentes y examen físico. Sus consultas pueden ser por una duda,
un síntoma trivial, una necesidad de una constancia de aptitud física para un
gimnasio; una pequeña afección cutánea de la que puedo recibir una fotografía,
hasta puedo consultarla con un colega, puedo adjuntar la fotografía en su
historia clínica y hasta informarle el diagnóstico y prescribirle el
tratamiento prescindiendo de todos esos actos innecesarios que mencioné. También, suelo ver pacientes ancianos a quienes trasladarse a mi consulta significa una profunda alteración de su actividad diaria y de la actividad diaria de sus familiares o asistentes, programación de viajes, tránsito colapsado, veredas llenas de obstáculos y alguna que otra fila de espera, solo para que discutamos un resultado de un análisis o tratemos un problema que no requiere examen o contacto físico. Todos actos que, en esta situación de presencialidad inapropiada son claramente una retahíla
de insensateces que destruyen valor: para los pacientes, por todo lo que
implican y para los prestadores, por la utilización inapropiada de recursos
físicos y humanos. Los aseguradores, mientras tanto, no tienen por qué verse
afectados. Si, como imagino, entienden que la teleconsulta es un canal más, un
grifo más que les generará gastos y que estos gastos serán inapropiados, están
razonando con simpleza y, mucho peor, están poniendo barreras que afectan al
sistema, donde no las deberían poner.
Es cierto que el pago por prestación, es
decir el pago por cada acto médico realizado, es un incentivo para la
realización de más prácticas, muchas de ellas innecesarias cuyo fin último es
facturar. Pero la imposición de barreras poco racionales, poco inteligentes en
puntos del sistema donde no tienen ninguna función preventiva y, por el
contrario, destruyen valor, es, repito, un pensamiento raquítico, mezquino, que
deteriora aún más la accesibilidad.
En algunas circunstancias, algunas obras
sociales o prepagas, promocionan, con la intención de crear atractivos para su
afiliación, “chequeos ejecutivos anuales”: prácticas fútiles por donde se las
mire que incluyen realizar a jóvenes sanos, no pocas veces deportistas,
ergometrías, estudios completos de sangre con determinaciones hormonales,
ecocardiogramas, pruebas respiratorias, radiografías de tórax, ecografías
abdominales y hasta ecografías de carótidas para determinar el grosor de sus
paredes.
Una porquería. Todos estos estudios,
realizados indiscriminadamente a personas sanas, asintomáticas, no solo crean
gastos innecesarios, sino que además exponen a los pacientes a los potenciales
peligros del sobre diagnóstico, a los hallazgos incidentales, no solo no
bajando la morbimortalidad por las condiciones a las que presuntamente apuntan
sino, más aún, aumentando la misma. Los exámenes de detección precoz de cáncer mamario
y de cáncer de próstata, aplicados inapropiadamente en poblaciones que no
califican, son un paradigma de creación de daño poblacional no percibido y
destrucción de valor. Es mucho más el daño que crean que el nulo beneficio que aportan. No bajan la mortalidad por cáncer de mama o cáncer de próstata y, en cambio, aumentan la morbilidad (el daño) por prácticas innecesarias como mastectomías, quimioterapias, prostatectomías, radioterapias, hormono-terapias y la mar en coche.
El análisis de beneficio poblacional
trasciende ampliamente el sesgado análisis del beneficio individual. Pero es
muy sofisticado; es más fácil vender planes atrayendo potenciales afiliados por
dar más innecesariamente que por promover la salud en los justos términos, a
quienes corresponde lo que corresponde y evitando la destrucción de valor y la
exposición innecesaria de los individuos a riesgos sutiles pero iatrogénicos. Es
más fácil vender humo que explicar y fomentar la salud.
Proscribir la teleconsulta, no
reconocerla como un servicio precioso cuando es bien aplicado, como todos los
demás servicios, es otro manotazo de ahogado, otra estrategia claramente
equivocada que, sin dudas, termina perjudicando a los destinatarios, a aquellos que realmente se beneficiarán por su uso.
Los servicios de salud, están en
tensión: sus involucrados en esta selva del sálvese quien pueda son los
individuos, los prestadores de servicios (clínicas, sanatorios, hospitales,
laboratorios, institutos de diagnóstico, etcétera) los aseguradores (mal llamados
financiadores porque el real financiador es el individuo, mediante el pago de
seguros, pólizas, aportes salariales o impuestos) y los proveedores, aquellos
que proveen insumos, tecnología, prótesis, equipos y medicamentos.
En los últimos 20 años, gran parte del
gasto en salud se ha desplazado, progresiva e inexorablemente, desde el acto
médico hacia la tecnología y los medicamentos. No es raro encontrar
dispositivos protésicos o drogas cuyo costo supera ampliamente cientos de salarios de
altos percentiles.
En Estados Unidos, los costos en salud
representan alrededor de 18% del PBI. Algunos estudios estiman que
aproximadamente 30% de ese gasto es considerado desperdicio, es decir, gastos
innecesarios. Pese a los esfuerzos realizados para reducir tratamientos
innecesarios, mejorar los cuidados y enfocarse hacia los pagos inapropiados, es
probable que este desperdicio subsista.
Recientemente hice un ejercicio de una
droga prescrita a un niño para una situación clínica cuya solución, por la
administración de dicha droga no era inexorable. El precio de la misma era de
90 millones de pesos en los primeros tres meses. En términos de cambio real en
ese momento, los primeros tres meses costaban al asegurador 90 mil dólares,
unos seiscientos salarios mínimos vitales y móviles (que de vitales no tienen
nada). Si considerábamos un sueldo de mil dólares, un sueldo del percentil
90 (es decir que 90 por ciento de la población percibe menos de ese valor
mensualmente) estábamos hablando de 90 meses de trabajo de un sueldo muy alto
para pagar una droga para un tratamiento cuyos resultados no eran inexorables.
La droga puede ser eficaz, la droga
puede ser costo-efectiva (en términos específicos pero sofisticados) pero
existe la posibilidad de que, aun siendo ambas cosas, sea inafrontable: dicho
en términos técnicos, que su impacto presupuestario sea tal que el asegurador,
llámese salud pública (Estado), obra social o prepaga no lo pueda afrontar. O que afrontar ese pago, signifique resignar otros destinos de ese dinero, mucho más impactantes en muchos más individuos.
La negación de su cobertura bastará para
que los padres del niño afectado hagan una marcha, propongan su cobertura a los gritos,
llantos y puñetazos en la pared; que aparezcan en las redes sociales y en uno que otro
programa mediático y, finalmente, un juez, saque la manida carta de su manga: un recurso de
amparo que obliga al asegurador a sacar dinero de donde no lo tiene, que en
realidad era para otros destinos muchísimo más costo efectivos para cubrir ese
caso tan desgraciado como mediático.
El Estado no está, el Estado debería
saber que 90 mil dólares serán muchísimo más costo-efectivos si se aplican a
alimentar, educar o potabilizar el agua que a prescribir un medicamento, cuyo
resultado es especulativo, a un solo niño.
Sí, suena cruel; ya oigo los “¡Insensible,
la vida de un niño no tiene precio!” Lamentablemente, todo tiene precio y lo
que se gasta en una cosa deja de gastarse en otra y si esa otra es mucho más
eficaz, mucho mejor será.
Intento dar dos ejemplos en los que
ciertos intereses vistos desde diferentes grupos, poco benefician a unos y
mucho perjudican a otros.
La teleconsulta es un recurso precioso
que está llamado más a agregar valor que a destruirlo. Veo pocas instancias de
utilización maliciosa, sobre prestacional, de la misma.
El exponencial crecimiento del costo de la tecnología y los medicamentos es inabordable y sin la intervención activa y enérgica del Estado contribuirá al sálvese quien pueda a expensas de los que no pueden, es decir, aumentará la brecha de inequidad.
The landing at Gallipoli,
1915, Charles Dixon*
https://en.m.wikipedia.org/wiki/File:Landing_at_Gallipoli_%2813901951593%29.jpg
Esta figura, una obra de Charles Dixon que representa la batalla de Galípoli, muestra a las fuerzas australianas y neozelandesas atacando los fuertes otomanos. Una batalla que duró más de diez meses y que significó una decisiva victoria otomana que impidió el enlace entre los aliados occidentales y Rusia. Es utilizada en muchas presentaciones por Ezequiel García Elorrio* como representación de una interminable batalla entre aseguradores y prestadores.
*Ezequiel García Elorrio es Director del departamento de Calidad, Seguridad del Paciente y Gestión Clínica del Instituto de Efectividad Clínica y Sanitaria (IECS).
Referencias
William H. Shrank, MD, MSHS1;Teresa L. Rogstad, MPH1; Natasha Parekh, MD, MS2.Waste in the US Health Care System, Estimated Costs and Potential for Savings. JAMA. 2019;322(15):1501-1509. doi:10.1001/jama.2019.13978
Donald
M. Berwick, MD, MPP and Andrew D. Hackbarth, MPhil Eliminating Waste in US
Health Care. JAMA. 2012;307(14):1513-1516. Published online March 14, 2012.
doi:10.1001/jama.2012.362